Ya nada se toma por asalto
Para que nos hagamos una idea de cómo está el patio: ayer el diario ABC -expresión tradicional de la derecha que un día pretendió ser moderada- publicó en su edición digital la noticia de que Conor McGregor se había burlado en un tuit de la llegada en bici de la vicepresidenta Ribera a la reunión de los ministros europeos de Medio Ambiente y Energía. Bueno... McGregor, se lo aclaro yo, no es ningún premio Nobel, sino un famosos luchador de lo que se denomina “Artes Marciales Mixtas”. Son espectáculos donde dos tipos se encierran en una jaula y pelean golpeándose con puños, pies y codos, intentan estrangularse con llaves como el “mataleón” o derriban al adversario para “rematarle” en el suelo hasta dejarle KO. Es sangriento, es brutal, y pese a todo atrae a un público numeroso. El tal McGregor ha sido una estrella de la UFC, empresa organizadora de grandes combates. Ganó mucha pasta, se mostró arrogante, imbécil, derrochador, extravagante... Y ahora, ¡oh, maravilla!, un periódico español le convierte en estrella de una información demencial. Todo vale cuando se trata de atacar a Sánchez y sus ministros y ministras, pero la cosa está alcanzado un nivel que excede el ridículo y raya en el delirio.
Pero yo quería hablar de otra cosa. Porque algunos lectores amigos me han reprochado la forma crítica en que describo aquí a las izquierdas, y en particular la actitud supuestamente despectiva que muestro cuando me refiero a Podemos y a su cúpula visible: Iglesias, Montero, Belarra y Echenique.
Vale, intentaré explicarme. Que las izquierdas han llegado hasta aquí arrastrando errores importantes es algo evidente. Si no, no estaríamos como estamos, con el agua reaccionaria al cuello. Y hablar de ello no está fuera de lugar ni ahora ni nunca. Los demócratas progresistas tenemos a gala que nuestras preferencias políticas incorporan actitudes críticas. Ante los casos de corrupción, ante la ineficacia, ante el sectarismo, ante las rebajas ideológicas... Pensar que Podemos está fuera de ese examen tal vez satisfaga a quienes prefieren encastillarse en sus dogmas mientras las derechas se hacen con el poder. Pero a mí no.
Podemos encarnó una magnífica oportunidad para la izquierda. Catalizó en términos electorales la indignación del movimiento 15-M, refrescó el repertorio progresista, se hizo presente encarnando una nueva manera de hacer política. ¡Oh, henos ante una nueva e interesante iniciativa!, dije yo -y escribí- en aquel momento. A la formación empezó a irle muy bien, pese a que en sus discursos ya asomaban las contradicciones, mientras su cúpula iniciaba el tortuoso, y tan habitual, camino de las purgas y las escisiones. Bueno, cabía pensar, son achaques de la adolescencia.
Poco a poco la ilusión se fue desvaneciendo. En Podemos se impuso una jerarquía vertical de corte muy leninista. A quienes fuimos militantes de partidos y organizaciones “eme-eles” en los últimos años del franquismo aquello nos sonaba demasiado, y demasiado mal. Cuando Pablo Iglesias e Irene Montero se compraron el desdichado chalet de Galapagar, un servidor se quedó helado. No tanto por lo que suponía de enmienda a la totalidad del anterior discurso sobre “la casta” y “la gente”, sino porque el inmueble era una caca, pretencioso, construido y equipado con materiales baratos, situado en un lugar inconveniente y aislado del ecosistema vecinal de izquierdas. Era un símbolo de una deriva incomprensible. Esta gente no sabe lo que hace, me dije.
Luego, en el Gobierno de coalición, Podemos e IU -Unidas Podemos- hicieron cosas muy interesantes y otras... no tanto. Alrededor de Iglesias flotaba la idea de que la voluntad legisladora era suficiente para cambiar las cosas. Y a ello se aplicó Montero con más voluntad que acierto. Sin evaluar el contexto, sin medir cada situación con realismo, con un empeño infantil que acabó provocando más problemas que otra cosa. Véase la desdichada Ley del solo sí es sí, tan bienintencionada como ingenua en lo que a su fondo técnico se refiere. Hoy, esa norma es utilizada como argumento... en los mítines e intervenciones de Vox.
En paralelo, y eso también hay que tenerlo en cuenta, Podemos sufrió una extensa e intensa campaña de descrédito en la que participaron jueces, policías, medios de comunicación y una patulea de trolls, bots y espontáneos que convirtieron las redes sociales en un vertedero de mierda. Lo peor es que ese vendaval de mentiras y falsas acusaciones emparanoiaron a sus víctimas y las encerraron en una burbuja repleta de desconfianza, victimismo y mala hostia. Por último, Podemos y su versión Unidas Podemos confundieron el radicalismo ideológico con la retórica, la firmeza con la provocación. En el Gobierno crearon absurdas polémicas internas, no atinaron a resolver gran cosa -tampoco en el Ministerio de Garzón-. Sólo Yolanda Díaz brilló con sus acuerdos sociales, sus avances salariales y su revisión de la reforma laboral.
Ahora, el núcleo duro de Podemos está ya fuera de juego. Tras el descalabro del 28-M hubo de hacer mutis por el foro, y observa desde la barrera una campaña de la que se consideran ausentes pero en la que son evocados sistemáticamente por las derechas. Perdieron su gran oportunidad -en los “ayuntamientos del cambio”, en el propio Gobierno de España-, se olvidaron de sus votantes más numerosos para obsesionarse con cuestiones identitarias, justas y convenientes sin duda, pero minoritarias.
Queda Sumar, un arreglo de última hora, una amalgama que pese a todo es la última esperanza de la izquierda-izquierda. Su concurso será fundamental para evitar que la derecha arrase. Ahora mismo es una opción válida y además imprescindible.
No, amigos. A estas alturas de la Historia ya nada se toma por asalto. Ni siquiera la extrema derecha global se lo plantea. La épica, para la narrativa legendaria. La política tiene mucha más profundidad que los discursos evocadores... y vacíos.
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