No estamos en los años 30, pero... ¡jodo!

En una de las fakes más notorias y verosímiles de los últimos días (en los que la mayor parte de lo que circula por las redes y no pocos medios es pura bazofia), alguien se inventó una portada de la revista “Time” dominada por la silueta del odioso tupé característico de Hitler y el perfil perfectamente identificable de Trump colocado más abajo, allí donde iba el bigotito del jerarca nazi. Era una falsificación, como enseguida se supo; pero una falsificación de calidad, y sobre todo perfectamente plausible. Porque en una volátil realidad cuyas contradicciones han sido avivadas por la pandemia, los terribles fantasmas de los años 30 parecen tomar cuerpo. Todos decimos, con razón, que la situación es muy distinta, que el mundo no está condicionado por un choque ideológico tan tremendo como el de entonces. Sin embargo pasan los días y las semanas, el horizonte se oscurece y cuando ves cómo ganan terreno el insulto, la enemistad, la negación del adversario, la violencia y el racismo… ya no sabes si vas o si vienes, si el pasado queda muy lejos o torna letal como un boomerang de bordes afilados.

Después del crash de 1929, cuando los inversores arruinados caían sobre las aceras de Wall Street, dos figuras antagónicas (Hitler y Roosevelt) encarnaron dos de las alternativas que iban a chocar en la II Gran Guerra: el nazismo y el “new deal”, la barbarie o la solidaridad, la tiranía o la democracia. Cuando ambas fuerzas chocaron (con el concurso, es cierto, del tardocolonialista Churchill y del comunista Stalin), la destrucción y la muerte se apoderaron de Europa y otros muchos lugares. Nadie salió de allí con las manos limpias de sangre. Pero la victoria sobre el nazifascismo ancló un pensamiento colectivo destinado a durar decenios: que algo así no podía volver a repetirse (sobre todo cuando el átomo emergió como arma definitiva y última) y que el triunfo armado sobre las potencias del llamado Eje no había estado exento de excesos y crueldad aunque estaba justificado por la razón política, era un éxito honorable. España, por cierto, quedó al margen de la comunidad democrática, como una reliquia ultrarreaccionaria, y bien que se ha notado y se sigue notando pese al transcurrir del tiempo.

Ese acuerdo implícito y explícito, que convirtió en indeseables e incluso ilegales las ideas y las organizaciones herederas de lo que fue el nazifascismo, se ha resquebrajado. Ya no tenemos a la vista una revolución conservadora dirigida a imponer electoralmente los paradigmas ultraliberales de acuerdo con los códigos constitucionales al uso. Lo que se está materializando a partir del nacionalpopulismo desaforado de Trump, Bolsonaro, Urban o los demás líderes de la “derecha alternativa” es una normalización más y más descarada de ideas y procedimientos que pensábamos (¡ilusos de nostros!) que jamás regresarían. El llamamiento de los paleorreaccionarios a prescindir de la corrección política y a derribar lo que llaman “dictadura progre” deriva en una opa hostil a los fundamentos de la democracia política y los derechos sociales. Sin complejos ni frenos.

No es que los disturbios raciales sean nuevos en EEUU, pero jamás un presidente los había exacerbado (con la obvia intención de promover el odio y la violencia) mediante mensajes tan explícitos. Luego tenemos las redes, el territorio donde la agitación política se mueve como el pez en el agua. A través de Internet las mentiras más nefastas y las incitaciones más repugnantes recorren el orbe. Así es fácil que en cualquier diario digital adscrito a los argumentarios de las derechas españolas los mismos que abominan de los emigrantes, insultan a las mujeres o acusan ¡a Feijóo! de ser un Torra disfrazado comentan que los negros llevan dentro de sí el gen de la vagancia y la destrucción. Jamás se habían leído cosas tan horrendas y absurdas.

PP y Vox quieren derribar al Gobierno de España, quieren llevar ante los tribunales a sus integrantes más destacados y quieren, en fin, que Sánchez, Iglesias y Marlaska o Illa acaben en la cárcel cubiertos de oprobio. Las alharacas relativas a las manifestaciones feministas del 8-M (ahora van contra Irene Montero, por unos comentarios que solo un demente consideraría comprometedores) resultan insufribles. Los gritos del movimiento reaccionario aumentan de volumen conforme el coronavirus pierde fuelle, a la espera, quizás, del otoño. Es como si el repliegue de la pandemia avivara la urgencia de aprovechar el desastre para acelerar la agenda destituyente. En todo caso, la inevitable crisis económica dará munición para mantener el tiroteo retórico y la crispación.

De remate, el ingreso mínimo. En este tema las derechas han dudado, han dado un paso adelante y dos atrás. Vox ya ha seguido su instinto y se acaba de declarar definitivamente en contra porque la “paguita” es cosa de vagos y de los que vienen en patera. El PP, ni se sabe qué hará. No solo quieren, por lo visto, que aumente la desigualdad (lo que está ocurriendo a ojos vista), sino que los de abajo no tengan donde agarrarse, ni un clavo ardiendo. Es difícil mantener un mínimo equilibro social en tales condiciones. Pero el equilibrio social no pasa de ser una corrección política más, un mito progre. Que se jodan, oye.


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