Valientes de facha y boquilla
Quienes fuimos (III)
Fin de semana. Y aquí sigo. Mis anticuerpos internacionalistas pelean contra el virus global, y yo diría que están a punto de derrotarlo, salvo que me tienda alguna emboscada de última hora y me haga morder el polvo (toco madera). Este es uno de esos momentos en los cuales el valor no resulta tan decisivo como la suerte. Así que mejor dejo de presumir y les invito a un paseo por la Historia, aprovechando la figura del conocido líder de Vox y muchísimo español, Javier Ortega Smith, uno de los grandes personajes hispanos de la pandemia, cuya ardua batalla contra los “bichos” chino-comunistas todavía no ha concluido. Le deseo una pronta y total recuperación, y ya que estamos en vereda, hablemos de la valentía, la osadía y la audacia que las derechas nacionales siempre han reclamado como una de sus grandes virtudes. Ya saben: El Cid, Las Navas de Tolosa, el Duque de Alba, Lepanto, Bailén, el barrio de Salamanca...
Los trucos de la alt-right
Según parece, Ortega Smith es capaz de manejar un fusil de asalto militar, calibre 5,56, que no deja de ser un juguetito comparado con el más pesado y fiable “cetme” del 7,62. Pero aquella exhibición suya en el campo de tiro (poco antes de que fuera a Milán y pillase el Covid), o el show que montó en su juventud reivindicando la españolidad de Gibraltar, no debe enmascarar el hecho de que en nuestro país la derecha más dura ha producido muchos valientes y aguerridos patriotas… de boquilla. Valga la paradoja de que Abascal ha sugerido varias veces la reintroducción de un servicio militar, que él eludió sin cortarse un pelo. Esto último, en realidad, está de moda en la nueva Internacional Reaccionaria, porque halcones norteamericanos neoconservadores y “alternativos” están combinando su belicismo verbal y operativo con una habilidad previa para escaquearse a la hora de servir a los EEUU: Bush hijo se las arregló para eludir la guerra de Vietnam, y Trump, el perfecto antihéroe, ha sido capaz muy recientemente de insultar a los soldados que fueron al Golfo o de menospreciar a su correligionario (y sin embargo acérrimo adversario) McCain, que luchó como piloto y pasó años internado en el “Hotel Hanoi” tras ser derribado su avión de combate en los cielos indochinos.
Pero si ya está desfasado el modelo anglosajón de líder político y social capaz de exhibir un pasado glorioso en defensa de su país, en España esa manera de fraguar una personalidad sobresaliente no existió nunca. Es curioso que, mientras los últimos flecos de nuestro imperio en ultramar se perdían y las nuevas aventuras coloniales en África derivaban en una sucesión de sangrientas derrotas y victorias tan escasas como inútiles y costosas, las clases altas evitaban mandar a sus hijos a los mataderos de Cuba, Filipinas o el Rif. El método era muy simple: pagar para no servir en el Ejército o al menos no hacerlo en los siempre amenazadores territorios de África. Primero fue posible evitar la condición de quinto mediante la llamada “redención en metálico” (2.000 y más tarde 1.500 pesetas, una suma al alcance de pocos) o abonando una cantidad similar a un “sustituto” que previamente se hubiera librado en el sorteo y estuviera dispuesto a comerse una mili de tres años en el lugar de quien le compraba. Después, y siempre tras el abono de una elevada cantidad de dinero, se pudo obtener la condición de “cuota”, enrolado solo por diez meses y que servía cerca de su casa evitando los destinos peligrosos. De esta manera, quienes por su condición ideológica y económica más alardeaban de españolismo y más radicales se mostraban a la hora de exigir que la nación recuperase las glorias de su pasado imperial y guerrero, menos se comprometían a la hora de coger el fusil (ellos o sus hijos).
Las tardes de casino cruzando bravatas tácticas y estratégicas sobre mapas, fueron una representación miserable de aquella belicosidad de cartón piedra. Aunque suene a lugar común, es cierto el aserto de que durante el siglo XIX y buena parte del XX, las guerras en el exterior las libraron los pobres (que eran mayoría) mientras los ricos eludían cualquier deber penoso. En todo caso, el Ejército (es decir, sus mandos y oficialidad) se convirtió en depositario y administrador exclusivo del sacrificio patriótico. Actuó precisamente como “sustituto” (a la hora de la verdad) de quienes cortaban el cupón patriótico sin afrontar ningún riesgo.
Y los militares…
Pero tampoco los militares profesionales se cubrían siempre de gloria. Cuando comenzaron los problemas en Cuba y Filipinas, por ejemplo, los oficiales solo podían ser destinados allí si se ofrecían voluntarios. Conforme ambos conflictos subieron en intensidad y las enfermedades, la desnutrición y el fuego enemigo diezmaban las unidades destacadas en aquellas provincias, los propios mandos se echaron más y más atrás. Entonces ocurrió algo singular: para encuadrar a los soldados (pobres) que no podían eludir su deber fue preciso dar despachos a cadetes casi novatos de la Academia General de Toledo, con solo 17 años. Fueron los “sietemesinos”, que presenciaron y sufrieron en directo el desastre del 98. Algunos de ellos serían luego reconocidos africanistas (Millán Astray, por ejemplo), imbuidos de un retorcido espíritu de revancha y un absoluto desprecio por la política y el parlamentarismo. Consideraban que la inferioridad en que les había tocado combatir (no solo contra las guerrillas mambises o tagalas, sino contra los Estados Unidos que emergían como gran potencia industrial ) era culpa de diputados y ministros traidores y antiespañoles.
Personajes con el currículo de un Churchill, quien antes de inspirar la voluntad guerrera e imperial de Gran Bretaña estuvo presente y activo como joven oficial en los teatros de Sudán (batalla de Omdurman contra los mahdistas) o Sudáfrica (Guerra Boer), no han tenido correspondencia en España. Aquí han mandado, y mucho, militares de carrera que llegaron al poder mediante el uso de la fuerza. Sin embargo apenas se han dado casos, entre las clases dominantes, de líderes políticos civiles con un pasado donde el valor se hubiera puesto de manifiesto. Ni siquiera al estilo del que fue presidente de EEUU, Kennedy, capitán de una lancha torpedera que operó y fue hundida en el Pacífico durante la II Guerra Mundial. Entre nosotros, aquel cuya familia gozase de influencia y relaciones procuraba tirar de recomendación (hecho de naturaleza casi estructural) para librarse de lo más penoso de la mili cuando esta se generalizó por fin. Pese a lo cual nadie en tales condiciones se avergonzó jamás de hacerse el valentón y pedir, en nombre de España y su gloria, actos de fuerza… que naturalmente habrían de ser ejecutados por otros.
Creo que Ortega Smith fue boina verde, antes de ser un pésimo abogado (al menos por lo que cabe deducir de sus penosas intervenciones en el juicio a los independentistas catalanes). Se le ve aguerrido, aunque ahora esté tocado por el coronavirus. Dejémosle presumir. Más ridículo está su jefe de filas con ese morrión de los Tercios que se puso para… ¿carnaval?
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