Prisioneros de la inflamación retórica


La última prórroga del estado de alarma se ha logrado en un proceso no diré que agónico... pero casi. El PP se queda fuera, emboscado en la abstención. Los nacionalistas catalanes pasan al bando contrario, que no es lo mismo que emparejarse con Vox, aunque sí establece un vínculo tácito con la extrema derecha (porque los argumentos relativos a la merma de libertades y la vocación autoritaria del “mando único” no suenan tan distintos en boca de los españolistas reaccionarios que en la de los catalanistas a ultranza). Cs da un giro que saca a los de Arrimadas de la plaza de Colón. El PNV se deja convencer a última hora… Sánchez ha pedido (interesadamente, pensarán muchos) “despolitizar” la lucha contra la pandemia para convertirla en causa común de los españoles, incluidos los que no quieren serlo. No parece que tal cosa sea posible. No en un país donde las dos principales fuerzas de oposición ya consideraban ilegítimo al Gobierno antes de la llegada del coronavirus, y donde algunos nacionalistas periféricos se traían entre manos un proceso de secesión absoluta. Entre unos y otros llevamos tres años de discursos incendiarios, repetidos una y otra vez, asimilados por sectores importantes del electorado, replicados en medios y redes, convertidos en lenguaje habitual. Un disparatado torrente retórico que ahora es muy difícil remontar.

La conversación política en España se desarrolla a gritos desde hace demasiado tiempo. Arduos problemas, como el planteado por los independentistas catalanes, fueron conducidos a un callejón sin salida y emparedados literalmente en medio de una gresca irracional. Tal dinámica incluyó la judicialización coactiva y actos de boicot social que lindaron con la guerrilla urbana. Esta situación ha movilizado un abrumador alud de términos descalificadores, de insultos y clichés ultrarradicales. Lo cual explica que las propuestas de socialistas y podemistas a favor de un nuevo diálogo con la Generalitat fueran consideradas alta traición por las derechas españolistas (partidarias de la represión pura y dura), y que la gente de los CDRs llamase traidor al mismísimo Rufián cuando Esquerra abrió la vía de la negociación para salir del atolladero.

Traidor es el insulto de moda. Los demagogos de todo signo han venido sembrando el campo de juego de minas dialécticas. Oratorias cada vez más especiadas han estragado las voluntades de millones de ciudadanos (no la mayoría, seguramente; pero demasiados en todo caso), acostumbrándoles a la agresiva sensación de lo picante. Y más, y más todavía. Esa deriva acaba por no tener retorno. Un yonqui de la polarización necesita que su dosis diaria se vaya incrementando, lo cual explica la espiral demente y a menudo ridícula de los argumentarios de Vox, que durante la pandemia han sobrepasado todos los límites. El debate está roto. Los lenguajes enfrentados han alterado el significado inicial de los conceptos. ¿Libertad?, ¿democracia?, ¿Constitución?, ¿soberanía?, ¿España?… cada cual tiene una versión contrapuesta de las palabras al uso.

Deshacer el rumbo hacia la irracionalidad se convierte en una tarea muy ingrata. Abascal considera a Casado un traidor, o un cobarde. Este cree (y más en estos momentos) que la traidora es Arrimadas. Sánchez, por supuesto, es el supertraidor. Las izquierdas más duras también ven traición en la evolución de Iglesias. Entre los nacionalistas centrífugos, todos son, a juicio de sus propios compañeros de viaje, traidores en potencia. El diálogo transversal, el consenso e incluso la simple buena voluntad están desterrados de este país en llamas. Ha llegado una pandemia colosal, nos ha golpeado la catástrofe, son tiempos de llanto y crujir de dientes, pero nadie (y menos que nadie los más fanáticos) quiere firmar siquiera una tregua con el enemigo.

Vistas las cosas desde esta perspectiva, la desescalada precisaría no solo una voluntad unitaria de las fuerzas políticas y las instituciones. También una paulatina neutralización del arsenal retórico y la voluntad de entablar conversaciones constructivas, porque es mucho lo que habremos de trabajar y sufrir para salvar este bache. Pero lo veo complicado, por no decir imposible. A ver qué pasa de aquí en quince días. ¡Y cuando convoquen las elecciones gallegas, vascas y catalanas, que no ha de tardar!

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