Las víctimas también tienen su peligro

Me levanto por la mañana y hago el autochequeo de rigor. Todo bien, aparentemente. No toso (salvo   el ¡ejem!, ¡ejem! destinado a despejar la garganta) y ni siquiera suelto los estornudos que antes solían provocarme las alergias. O el antihistamínico se ha vuelto muy efectivo o los pólenes primaverales han dejado de hacerme efecto. Me llaman los amigos, y les reitero que no pasa nada, que estoy bien. Algunos telefonean luego a mi mujer para confirmarlo porque no se fían y creen que me hago el valiente (¡qué va!). Mientras, enchufo la tele para ver en directo la sesión de control al Gobierno. Algún vicio hay que tener para pasar este confinamiento elevado al cuadrado.


Bueno tampoco voy a convertir este blog en una versión ibérica de “La montaña mágica”. No soy Thomas Mann ni el coronaviros es la tuberculosis; el romanticismo se acabó. Encima no hay nada que me jorobe más que la manía de hacerse uno la víctima cuando hay gente que lo está pasando mucho peor que tú. La pandemia está dejando un horrible balance de enfermos y muertos, que convertirá en privilegiados a quienes podamos pasarla como asintomáticos (toco madera). Así que menos tonterías, Trasobares.


Pero el victimismo es la gran obsesión (compulsiva) de los españoles de hoy. Podía pensarse que conforme la gente de aquí viajará sería consciente de que ser europeo (incluso del Sur) es un gran privilegio, porque no hay otro lugar del planeta donde se viva mejor. Sin embargo, cada vez más compatriotas salen al exterior y vuelven sin haberse enterado de casi nada. Será porque no se mueven de los circuitos turísticos o porque no saben lo que ven o porque piensan que la pobreza de África o América Latina forma parte del espectáculo. Así que la queja, el lamento y el lloro han fraguado en los cimientos de nuestra idiosincrasia. Solo hay que escuchar a las diputadas y diputados que fueron del PP y ahora son de Vox o que siguen siendo del primero de ambos partidos pero parecen hablar en nombre del segundo. O a los representantes de las periferias hispánicas, siempre atentos al agravio y la envidia. Todos ellos, azuzados por unos medios informativos que exhiben a diario mucha miseria y muy poca profesionalidad, convierten el vicitimismo más risible en una honda con la cual disparan buenas pedradas al entrecejo de un Gobierno a la defensiva e incapaz de sobreponerse a la que le ha caído. 


Porque en España muchas víctimas (o sea, las que no lo son tanto pero fingen que sí) tienen un peligro inminente.  Estos días lo flipas escuchando y leyendo a las derechas, capaces de sentirse ofendidas por lo que les contestan... después de haber llamado al Gobierno golpista, bolivariano, dictatorial, antidemocrático, genocida, chequista, ilegítimo, filoterrorista y otras cosas más y más churriguerescas. A Marlaska le acusan de ser la mano ejecutora de un cambio de régimen que se impone mientras la gente está encerrada, no puede manifestarse y ha sido privada de su derecho a desplazarse donde le plazca. Los sufrientes miembros de la reprimida y apaleada oposición asaetean con sus lamentos al ministro del Interior. Este, en vez de exhibirse cuan enérgico símbolo de la función más ejecutiva, acaba pareciendo San Sebastián martirizado.


O los arrebatos de la diputada de Vox María de la Cabeza Ruiz Solás, a la que escucho a menudo con una mezcla de terror y placer (eso ya no es vicio sino perversión, ya lo sé). Ahí tienen ustedes el más excelso paradigma del victimismo convertido en peligroso boomerang. La última sesión ha sido la leche: Sube la congresista a la tribuna para interpelar al vicepresidente Pablo Iglesias, y después de un preámbulo en plan “hay que ver las cosas horrorosas que me dijo usted el otro día y cómo me insultó, pobre de mí con lo buena que soy” le mete un bombardeo retórico donde le llama de todo menos guapo (que, hombre, el de Unidas Podemos tampoco lo es, así que…). Va la enternecedora víctima del comunismo y dice y acusa y culpa al galapagareño con dulcísima voz, como, si en vez de acusarle de asesinar a los viejos en las residencias de Madrid y el resto de las Españas, estuviera desgranando los misterios del Santo Rosario. Homérico, oigan.


A todas/os les duele España, Cataluña, Euskadi, Valencia… Y sufren, sufren mucho. Por eso se revuelven. Por eso y porque en estos mismos momentos, cuando sigue el goteo de verdaderas víctimas, de muertos sin remedio, hay intereses corporativos y empresariales que, desde un sufrimiento impostado, toman posiciones para definir a su conveniencia el día después. Mientras gritan en la plaza ¡mirad lo que me han hecho!, presionan al debilitado poder político para asegurarse el mejor trozo de lo que se destine a la reconstrucción.


Vale por hoy. Y todavía les debo una de residencias y otra que he de actualizar sobre los reaccionarios y la intelectualidad (en la serie “Quienes fuimos”) y otra más precisando lo que nos estamos jugando (víctimas de pega, verdugos acongojados y neutrales atónitos) en medio de esta locura. Espero que el virus me siga respetando. A lo mejor, después de tantos días de convivencia me ha cogido cariño.


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