Las vamos a pasar de a metro

España mide las fases de la desescalada por el porcentaje de mesas que pueden ocuparse en las terrazas de los bares. La hostelería, convertida en asunto de interés nacional, puede incluso con el miedo que inspira la Covid 19. De ahí que la intención del Gobierno de dejar fuera de la Fase 3 la apertura de los llamados “locales de ocio nocturno” haya provocado la reacción indignada de los empresarios del sector (empeñados en que las discotecas son lugares de lo más sano). Por supuesto, las derechas y sus medios han apoyado y comprendido tal indignación. No se puede aguantar esta dictadura socialcomunista, bolivariana y feminazi. Es justo lo que debía pensar ese príncipe belga que se presentó con el coronavirus en una fiesta de la alta sociedad cordobesa, tras viajar desde su país natal sin que nadie le obligase a cuarentena alguna. Un héroe de la libertad, sin duda.

El caso es que la pandemia se está refugiando en las fiestas (también, a veces, en los funerales), idealizadas por los neodemócratas a lo Núñez de Balboa como espacios de resistencia. Y no importan las infecciones posteriores, los sustos y tal, porque hemos determinado que el Gobierno tiene la culpa de todo: de lo que pasó en marzo, de lo que pasa ahora y de lo que pueda pasar. Teniendo en cuenta que van a caer chuzos de punta, ya pueden el señor presidente, sus vicepresidentes y las/os ministras/os prepararse para cargar a sus espaldas las desgracias, rebotes de la enfermedad, desastres económicos y otras tragedias. Pero si piensan que, a cambio, también podrán apuntarse los improbables éxitos (que, por ejemplo, cada vez haya menos fallecidos, que la UE nos vaya a subvencionar a fondo perdido o que la Bolsa esté subiendo)… se equivocan de medio a medio. Les toca ser el chivo expiatorio absoluto. Sin atenuantes ni excusas.

El coronavirus ha producido desastres por un simple proceso de aceleración de los tiempos y agravamiento de los problemas previos. No es que el “bicho” haya creado una nueva situación, solo ha empeorado a un ritmo exponencial la que ya existía. Pensemos en la industria del automóvil. A finales de 2019 estaba cantado que el sector afrontaba una crisis profunda y poliédrica: cambios en la actitud de los consumidores, saturación de los mercados, necesidad de sustituir los motores de explosión por los eléctricos, emergencia de nuevas plataformas de movilidad… Todo lo cual ha entrado en ebullición por culpa de la pandemia, porque ahora la gente tiene menos dinero y más dudas respecto de la utilidad del coche. Por lo cual los fabricantes entran en pérdidas, intentan reducir costes, se fusionan para resistir mejor en los malos tiempos y cierran factorías o sustituyen los trabajadores humanos por robots. No hay margen de maniobra. Tan jodida está la cosa que los estados, recién atacados por la obsesión de recuperar músculo industrial fomentando procesos de internalización, se disponen a meter miles de millones en atar sus respectivas empresas automovilísticas. Eso, los que disponen de ellas, por supuesto. Que no es el caso de España.

Aquí nos veníamos consolando proclamando que somos el país de Europa que más coches fabrica, después de Alemania. Pero eso es una verdad a medias. Lo que hacemos no es fabricar (en el sentido más amplio y total del término) sino montar artefactos desarrollados y diseñados en Alemania, Francia, Estados Unidos o Japón. Solo la Seat crea sus propios modelos. Las demás plantas no pasan de ser lo que en Mexico llaman “maquilas”, cadenas de producción por cuenta ajena. Así que si Nissan dice que se va, se va. Y si todos los demás (PSA-Opel, Renault, Ford, etcétera) quieren hacer lo mismo, lo harán. Ya pueden el Gobiero central y los autonómicos clamar al cielo. La decisión última no es suya. Si acaso, tendrán que trasvasar grandes cantidades de dinero público a la cuenta de las correspondientes multinacionales. Luego… rezar para que tales ofrendas no acaben en el mismo lugar que los ciento ochenta millones entregados a la citada Nissan para que no se fuera.

Es lo que tiene una economía dependiente, de baja productividad y de escaso valor añadido en muchos de sus sectores, que es muy poco resistente cuando llegan las crisis. ¿Tiene la culpa el Gobierno? Supongo que este no demasiado, aunque se va a llevar la del pulpo conforme el desempleo se dispare, la economía mundial sufra tensiones nacionalistas, la revolución tecnológica se acelere, y los efectos del parón de marzo, abril y mayo (… y lo que te rondaré) se dejen notar. Además, para intentar cambiar las cosas y seguirle el paso al resto de Europa, el Ejecutivo tendrá que promover una transición ecológica que los conservadores han maldecido desde el minuto cero.

Por último, vamos a ver cómo esta sociedad nuestra (muy alabada por los analistas más bondadosos y positivos, pero que tampoco ha reaccionado ante la pandemia de forma tan maravillosa) sigue culpando al Gobierno y eludiendo toda responsabilidad. Muchos abordarán el día después (si ese día llega) diciendo qué hay de lo mío. Es el caso de las empresas de la sanidad privada, que ya exigen una parte de los fondos especiales para paliar los efectos del coronavirus, aunque su contribución a la lucha contra la enfermedad fue, en general, escasa tirando a nula.


Las vamos a pasar de a metro.


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