Intelectuales, artistas, actores y otros progres

Quiénes fuimos IV



Las derechas, sobre todo las más ultras, claman contra los intelectuales y creadores progres. Por el contrario, la peña más reaccionaria saluda con entusiasmo a personajes como José Luis Campuzano “Sherpa”, cantante y bajo de “Barón Rojo” y ahora de “Barón”, que ha jaleado las caceroladas. ¡Ese sí, que sí! Lástima que haya tan pocos como él, ¿verdad?.


Ayudas a las empresas sí, ¡pero no a las culturales ni a las dedicadas a la información! El grito recorre internet, replicado por toda la peña conservadora. El deporte espectáculo merece ser salvado con la ayuda del Estado, y los toros y la hostelería, por supuesto. También el negocio del ladrillo, para el que se reclaman nuevas reclasificaciones de suelo así que arranque la desescalada. Pero el teatro, la danza o el cine y las televisiones… bien podrían quedar definitivamente arrasados por la pandemia. ¡Los de la ceja!, se advierten entre sí los españoles de bien.


En un país que vio morir en el exilio a no pocos de sus creadores más ilustres, desde Goya a Juan Ramón Jiménez, pasando por Machado y Picasso, no cabe extrañarse de las fobias que siguen desatando en ciertos círculos los intelectuales y artistas en general. Hay excepciones, claro; siempre las hubo. Pero no son la regla, e incluso un Unamuno que parecía ser de fiar acabó como acabó. De ahí que cada entrega de los Premios Goya, por poner el ejemplo actual más evidente, provoque en redes y webs reaccionarias un tsunami de descalificaciones y denuestos. El cine hispano, dicen los presuntos patriotas, es aburrido, recurrente (por ejemplo en su empeño de recuperar la memoria histórica o contar avatares de personajes LGTB), progre, tendencioso… y subvencionado. De ahí que lo consideren un bodrio y de que en tuits y comentarios diversos haya españolazos que aseguran no ir nunca a ver una película de producción nacional. Hombre… ¡Si volviesen “Raza” o “Los últimos de Filipinas”!


Existe una larga tradición que pregona la más absoluta desconfianza de los conservadores hacia el mundo de la cultura. Forma parte del reflejo anti-Ilustración que fraguó el ideal reaccionario a partir del siglo XVIII y sobre todo en la siguiente centuria. La Iglesia debía declarar (y autorizar) qué libros eran adecuados para una feligresía a la que se pretendía proteger de ideas disolventes, enciclopédicas, liberales, masónicas y después, cuando la cuestión social ocupó el primer plano, subversivas y revolucionarias. El “Nihil obstat” que concedía a un texto derecho a ser imprimido y leído fue obligatorio en el franquismo. Entonces, en los duros años Cuarenta y Cincuenta, algunos educadores católicos aún aludían al “Impío” Baroja como ejemplo de narrador anticristiano y poco recomendable. En aquel momento numerosas películas llegadas desde Hollywood, aun pasando la censura eran calificadas por los medios episcopales con un 4: gravemente peligrosas para la moral. Y eso que se trataba de versiones cortadas y con los diálogos manipulados en el doblaje.

 

La heterodoxia intelectual fue perseguida de manera sistemática, prácticamente hasta los Ochenta del Siglo XX, lo que explica el desconcierto que, justo en esas fechas, provocó en unas derechas desbordadas y carentes de referentes internacionales la súbita eclosión de las vanguardias artísticas y de sus tendencias más radicales hasta entonces invisibilizadas. Porque apenas unos años antes de la Movida, “El Alcazar”, diario del búnker franquista, aún publicaba artículos en los que se tildaba de pintamonas al comunista Pablo Picasso o se definía el rock como una gamberrada. Y por eso ahora mismo, conforme el pensamiento ultra recupera terreno y pelea por reocupar el espacio cultural, la libertad de creación y expresión retroceden respecto del nivel que alcanzó cuando se consolidaba la Transición del 78. ¿Sería posible en estos momentos que una exposición de fotos de Robert Mapplethorpe, con sus desnudos cristos hiperdotados, recorriese España como lo hizo hace treinta años sin provocar un monumental escándalo (y ser censurada)?


La saña de los “haters” internáuticos pretende cebarse en cineastas como Almodovar o Amenabar porque son expresamente homosexuales. En el 36, esa condición condujo a García Lorca ante un paredón. Pero es preciso reconocer que el odio puede afectar a cualquiera que no encaje en los moldes hiperconservadores. En el actual territorio de la literatura y el cine, pocos se salvan: Penélope Cruz y Javier Bardem (rojo y ecologista por más señas), Almudena Grandes, la recién llegada Rosalía (sólo le faltó lo de “fuck Vox”), la mayoría de las estrellas de la escena, la radio o la televisión, Shakira (que además de menear las caderas de esa manera es pareja del independentista Piqué)… a todos ellos y ellas se les tacha de millonarios sin escrúpulos, sinvergüenzas, aprovechados, chupópteros y fracasados. Incluso el mismísimo Pérez Reverte ha sido considerado poco imperiofílico y demasiado descontrolado por quienes le reprochan en tuits y otros mensajes de amplia difusión no apreciar en su debida medida la gloria del pasado hispano. Que su Alatriste es demasiado respondón.


Ahora, alentados por Bannon y otros gurús de la alt-right anglosajona, que predican el retorno sin complejos al ideario paleorreaccionario, los ultraderechistas españoles pelean abiertamente por la hegemonía cultural. Buscan sus propios intelectuales orgánicos, que no abundan como no abundaron en el pasado. Pero invaden con enorme aplicación y persistencia los nuevos ámbitos comunicativos. Difunden sus símbolos y paradigmas. No solo pretenden mantener e intensificar las ya abundantes subvenciones a la llamada fiesta de los toros y suprimir las que recibe la producción cinematográfica, sino provocar toda una transformación del marco que incluye conceptos, imágenes, relatos, creación, libertades y sueños. Van a por todas.


Aunque es verdad que su tabarra taurina es lo que más llama la atención por lo estrafalaria. Al menos, esta vez, mucha gente de ese mundillo está con ellos, e incluso se retrata en los actos ultraderechistas. En el 36, sin embargo, la mayoría de los matadores y subalternos tomaron partido por la República. Eso sí ha cambiado… Qué curioso.


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