Aislar al Gobierno, y derribarlo
En una entrevista a
Rafa Nadal, ABC llevaba al titular la frase más expresiva, aunque
menos razonable, del famoso tenista: “No quiero nueva normalidad,
quiero la normalidad de antes”. Claro, y yo, puestos a pedir,
querría la normalidad de hace treinta años, cuando era tres décadas
más joven, estaba más sano que una manzana y cabalgaba la cresta de
la ola. Es preciso entender, no obstante, que Nadal, un gran
deportista y un tipo que suele caer bien, sintetizaba en su deseo las
aspiraciones de muchos españoles, aterrados ante el porvenir que
llega, aferrados a la posibilidad de que alguien invente algo que
anule la pandemia ipso facto y empujados a culpabilizar de todo lo
ocurrido al Gobierno central. El anhelo general de trabajadores,
empresarios, padres, madres, votantes de izquierdas y de derechas,
ricos y pobres, profes y alumnos, médicos y pacientes es el mismo:
despertarse sudorosos en la cama y que todo haya sido una horrible
pesadilla; levantarse y encontrar las cosas tal y como estaban hace
tres meses. Ni nueva normalidad ni teletrabajo ni desastre económico
ni verano sin turistas. Normalidad… normal.
La negación
consciente o inconsciente del fenómeno Covid 19 sigue ahí. Por eso
tienen éxito los argumentarios más demenciales que reducen a una
simple cuestión de ineficacia o malicia política el impacto de un
virus desconocido, muy contagioso, letal cuando encuentra víctimas
fáciles, caprichoso, invisible, terrorífico. Ha sido el Gobierno
“socialcomunista”, ha sido la manifestación del 8-M (la de
Madrid, que por lo visto las de otras ciudades resultaron ser un
pasatiempo inocuo), han sido Sánchez e Iglesias, ha sido el doctor
Simón, ha sido la conjura judeomásonica que utiliza el estado de
alarma para implantar un brutal dictadura estalinista… duro y dale.
Es demencial, sí; pero puede consolar a quienes temen los radicales
cambios que, a partir de ahora, va a sufrir nuestro estilo de vida.
Incluso cuando se descubra una vacuna o un retroviral efectivo.
Sánchez, en estos
mismos momentos, aún negocia contra reloj el apoyo parlamentario de
las minorías (PNV, Cs) para sacar adelante una prórroga del estado
de alarma que permita controlar la desescalada, gestionar la crisis
(que dista de haber sido superada) y conjurar mal que bien las
enormes amenazas que se ciernen sobre un país tan débil y
dependiente como el nuestro. A los secesionistas catalanes los ha
perdido (como era de esperar), y las derechas están decididas a
disfrutar de una venganza muy caliente. Aquellos también quieren la
normalidad de antes, la del desafío independentista, y estas acaban
de descubrir que la división territorial (de la que decían abominar
en nombre de España y su Santa Constitución) no está nada mal si
gracias a ella se puede dejar aislado al actual Ejecutivo. Unos
pretenden montar su propio ámbito de poder institucional; otros,
tomar La Moncloa.
De esta forma
estamos a punto de conocer un fenómeno político de gran calado, que
podría determinar la nueva realidad: la sorprendente coincidencia
táctica y casi estratégica de los nacionalistas periféricos más
rupturistas (ERC y JxCat, pero también Bildu y el Bloque gallego)
con los reaccionarios españolistas, que de repente se han dado
cuenta (sobre todo en Madrid) de las ventajas de fracturar y crear un
doble poder echando a la cuneta al Ejecutivo central. ¡Mucho mejor
que la recentralización!
Todas las demás
barbaridades, delirios, insultos e incluso dudas razonables que han
saltado de las redes más sucias a los medios conservadores y a los
argumentarios y discursos de Vox y del PP son simple preparación
artillera para darle la vuelta a la moción de censura contra Rajoy.
Que cambien las tornas, que se diluyan las anteriores alianzas y que
prosperen nuevos acuerdos tácitos (lógicos o contra natura, qué
más da) para tumbar a este infeliz Gobierno y después pelear por
los despojos.
Así, la nueva
normalidad podrá ser (o no, que nada está escrito) la que imaginan
los viejos patriotas. Los muertos en las residencias de ancianos de
Madrid o Barcelona, la incapacidad de la industria española, la
fragilidad del sector servicios, la dependencia del turismo, la
necesidad de digitalizar el país y sus administraciones… todo eso
se olvidará en medio de la bronca entre nacionalpopulistas
centrífugos y centrípetos, el empobrecimiento de las clases medias
y trabajadoras, el desastre fiscal y el sálvese quien pueda.
¡Despiértenme de
este mal sueño!
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