¿Y si el Covid 19 solo fuera... una opinión?


En memoria de José María Calleja, compañero.

Después de los aplausos de las ocho de la tarde, un tipo de mi vecindad lanza ardorosas arengas con su megáfono: acusa al Gobierno, pide castigo para los malvados socialcomunistas y se queja de que estos, tras haber puesto en pie un régimen tiránico, no permiten la libertad de expresión. ¡Ya está bien!, grita indignado. No es eso lo peor de sus desahogos diarios, porque luego berrea a voz en grito el “Resistiré” y asesina otras canciones impunemente, hasta que se cansa. En fin… Estos son buenos tiempos para el frikismo, la mala hostia y la sociopatía, como los son para la serena reflexión, el diálogo y la solidaridad. Lo peor y lo mejor salen a relucir en medio de las grandes catástrofes. Hoy, las contradicciones y las amenazas, el utópico “buenismo” y los dogmas “malistas”, recorren el planeta a través de Internet. Y un punto de locura flota en la atmósfera global. En EEUU los seguidores de Trump piden en las calles el fin del confinamiento, armados con fusiles de asalto. En México los cárteles criminales actúan como organizaciones caritativas repartiendo comida y donativos. En España las gentes de derechas (incluyan ahí a mi vecino cantor) llaman genocida a Sánchez y asesino a Iglesias (sin despeinarse) y, al tiempo, denuncian la existencia de facto de una dictadura estalinista y bolivariana que no les permite opinar. He llegado a leer mensajes en las redes advirtiendo de que las cúpulas del Ejército y de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado ¡están copadas por socialistas y republicanos! Flipas.

Conste que mi no me gusta casi nada la política informativa del Gobierno español en esta crisis. El presidente, o su alter ego Ivan Redondo, trabajan más en lo táctico que en lo estratégico, no han sabido encontrar el tono adecuado para el desastre actual y, encima, el pobre doctor Simón es un portavoz científico cuyo patetismo le resta capacidad de convicción. Lo más desacertado, a mi juicio, son esas ruedas de prensa largas, plúmbeas y escasamente clarificadoras donde unos señores uniformados, condecoradísimos y supermarciales ocupan el lugar que debería corresponder a quienes de verdad tienen algo que decir acerca de la pandemia. Ningún país de nuestro entorno ha concedido tal protagonismo a militares y policías. Ni vienen a cuento ni están preparados para tal misión. De ahí el lapso del general Santiago.

Ahora bien, lo de los bulos no es ningún cuento. De un lado, la endurecida derecha política española se ha apropiado del argumento trumpista de que los hechos no pasan de ser opiniones; de otro, el manejo de las redes por oscuras tramas reaccionarias o por los servicios de inteligencia de algunos países o por cualquier pirado viene de atrás, y no ha dejado de ser utilizado (también entre nosotros) para condicionar a la opinión pública ante acontecimientos clave. Los instrumentos habituales para perseguir los excesos en el manejo de la información (delitos de calumnias e injurias en el Código Penal, Ley Orgánica de Protección del Derecho al Honor, la Intimidad y la Propia Imagen) estaban pensados para los medios convencionales. Internet ha creado otra situación muy distinta. El anonimato y la capacidad manipuladora se alían en el caso de los llamados “trolls” o “bots”, que pueden insultar, mentir, falsificar y perpetrar cualquier fechoría con casi total impunidad.

Por supuesto, en esta bendita España cada quien se cree con derecho a decir lo que le plazca, aunque niegue esa misma posibilidad a los de la acera de enfrente. Tradicionalmente, los conservadores han pretendido limitar la libertad de expresión (para evitar el “libertinaje”), pero en momentos como el actual no admiten frontera alguna, incluso para manipular informáticamente imágenes y documentos, siempre y cuando perjudique a un Gobierno que desde el principio calificaron de ilegítimo.

Si no hay hechos probados, si estos siempre son relativos y si consideramos que cada cual tiene derecho a su propia opinión, incluso el Covid 19 pierde su naturaleza de fenómeno fehaciente y deviene en una especie de cosa que te puedes creer, o no. Si además es legal y plenamente democrático difundir cualquier mensaje por destructivo, falso, y perverso que sea, es un absurdo que, por ejemplo, vaya gente a la cárcel por recibir, almacenar y enviar pornografía infantil.

Un asunto complejo, como todos los que están hoy vigentes. Pero no tan complejo como para que no se pueda racionalizar y fijar en su justo término. Venga... que ya sabemos todos de qué va esta vaina.



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