No, por favor... ¡A la residencia no!


Desde hace mucho tiempo, ingresar a la abuela o el abuelo en una residencia ha desencadenado tragedias familiares terribles, de las que luego nadie habla. Pero ahora viene a cuento. Miles de viejos, semidependientes o dependientes del todo, no han tenido otra salida posible que ir a esos establecimientos que en otros tiempos denominábamos asilos. La inmensa mayoría de los afectados, sobre todo aquellos que aún conservaban alguna lucidez, solían resistirse hasta donde podían. Se les llevaba a ver el lugar, que les era presentado de la mejor manera posible, se les animaba a dar el paso voluntariamente, se les pintaba de purpurina la desagradable alternativa: “Ya veras que bien vas a estar”, “Harás amistades y luego no querrás salir de aquí”, “Vendremos a verte todas las semanas”… Pero ellos insistían: “No, por favor !A la residencia no!” Hasta que no tenían más remedio que ceder. Aliviados, sus parientes fingían que el problema estaba resuelto: “No quería ir, pero ahora está encantado. Mejor que en su casa”. A ver, qué ibas a decir.

Bueno, está claro que cada vez nos hacemos más viejos (con permiso de la actual pandemia). Pero en bastantes ocasiones la vida se prolonga en una no-vida, en un ejercicio de absurda supervivencia que chapotea en la degradación y el dolor. Por otra parte, las familias ya no son tan extensas y en ellas apenas quedan mujeres dedicadas exclusiva (y sacrificadamente) a ser las cuidadoras de los más mayores y los más jóvenes. Los hombres ni están en ello ni se les espera. Así que las residencias son un servicio imprescindible. Hoy atienden a 20.000 aragonesas y aragoneses. El problema es que incluso las más caras resultan espacios poco apetecibles. Las públicas aún tienen un funcionamiento razonable, con un personal suficiente y cualificado. En buena parte de las privadas la cosa es más peliaguda: las plantillas están superajustadas, las malpagadas auxiliares no aguantan mucho tiempo en un trabajo tan ingrato (entonces, sus constantes relevos desorientan a los ancianos e intensifican sus miedos), los residentes suelen comer platos recalentados servidos por empresas de catering, y la atención médica desemboca en las urgencias de los grandes hospitales. Nunca fue un panorama halagüeño. Pero es la consecuencia de un negocio tan evidente que incluso ha atraído desde hace tiempo a los fondos de inversión que buscan altas tasas de beneficio.

No quisiera pecar de tremendista, ni ahondar en las dudas o remordimientos
de quienes ahora tengan a sus padres o abuelos en una residencia. Las cosas son como son, y esta sociedad no sabe qué hacer con los más mayores cuando pierden su autonomía personal. A menudo ni siquiera con la mejor voluntad es posible atenderles directamente. ¿Cómo cuidas a un enfermo de Alzheimer si tienes que irte a trabajar o a cumplir con cualquier compromiso social ineludible? Pese a todo, sí será preciso analizar qué ha pasado ahora en esos lugares donde el coronavirus está encontrando víctimas a placer: qué ha fallado, cuál ha sido la capacidad de respuesta de las empresas involucradas, en qué condiciones tenían a sus asilados, qué prevenciones adoptaron al saber que la pandemia era algo más que una amenaza lejana. Y siendo esta reflexión propia de las instituciones públicas (responsables de autorizar e inspeccionar unos establecimiento con los que además contratan plazas a tanto alzado), nos atañe también a todos. Si es que el bienestar de nuestros viejos nos importa tanto como ahora decimos y escribimos.

Mientras, también habríamos de admitir que el virus, como ocurría desde siempre con la gripe invernal, está siendo una anómala vía de escape (amarga salida, pero salida al fin y al cabo) para tantos ancianos condenados a malvivir sin esperanza. Al fin, sus sufrimientos han acabado y han podido fugarse para siempre de esa residencia que aborrecían, o en la que permanecían aparcados como un mueble inservible. Pese al dolor que produzca su pérdida, todavía nos quedará su recuerdo, la nostalgia de su amor y el eco postrero de su dignidad (pisoteada quizás, pero al fin victoriosa).

Comentarios

  1. Desde hace años vengo diciendo a mis colegas del sector de residencias: auxiliares, trabajadoras sociales, fisios, terapeutas ocupacionales, como la gran burbuja de este sector esta cada vez más podrida y que algun día tendría que estallar.
    Pues bien, puede que esta pandemia sirva para que la sociedad deje de dar la espalda a una realidad que aunque no queramos ver, existe y es real. Con la complicidad de las instituciones públicas (Ppsoe) llevan mas de una década privatizando el sector o como dirian ellos implantando la gestión indirecta (su eufemismo favorito). Mientras Ugt y Comisiones no dejaban de aportar su granito de arena, vendiendo literalmente a los trabajadores a merced de una patronal despiadada, que logro implantar el convenio nacional en aragón en detrimento del autonómico que existia y lo que supuso un gran perjuicio para los trabajadores del sector y las personas que reciben sus cuidados.
    Pero no es una cuestion solo de patronal-trabajadores; en este sector donde aprietan las empresas, donde estrujan es al trabajador, pero tambien al usuario (otra forma fria otro eufemismo para no llamar a las cosas por su nombre, abuelos/personas mayores) cuantos menos trabajadores mayores cargas para estos, más lesiones y peor calidad asitencial reciben nuestros mayores.
    Por no hablar de los vergonzosos salarios, no cobrar por estar de baja, la habitual falta de EPIs hoy tan en boca de todos, los elevadisimos precios para quienes tienen que pagarse una plaza, los ratios establecidos por las administraciones locales sin actualizar desde hace 20 años...
    Ya era hora de alumbrar en la oscuridad.
    Gracias

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