Mundo cruel… y mentiroso


No tengo nada claro que la cooperación científica y sanitaria esté funcionando a escala global. Más bien parece todo lo contrario. Quizás haya bonitos ejemplos de cómo algunas universidades y centros de investigación comparten datos para interpretar las claves del desconcertante coronavirus y la forma de combatirlo. Pero, en general, los países ocultan los datos relativos a la pandemia o los manipulan descaradamente; al tiempo, se reservan los recursos de que disponen sin pensar en compartirlos y ello está dando lugar a una sucia carrera especulativa en la que gobiernos, inversores, empresas distribuidoras, laboratorios y fábricas de protecciones, test y respiradores andan a la rebatiña mientras los precios se disparan. De repente, las acciones de una farmacéutica se revalorizan porque se rumorea que está desarrollando un fármaco eficaz. Las factorías chinas (tiene guasa) subastan al mejor postor sus producciones de mascarillas. Intermediarios ávidos dispuestos pescar en el río revuelto se apuntan al negocio. Se miente, se estafa y se buscan réditos financieros y políticos.

España presenta unos datos nefastos y confusos (para colmo el Gobierno ha bloqueado el Portal de Transferencia, lo que resulta inadmisible). No obstante, el panorama no es muy distinto del existente en otros países europeos, donde se admite que la cifra de muertos no se corresponde con la realidad, el número de análisis llevados a cabo es muy bajo y los equipos sanitarios llegan con cuentagotas. Y esto es lo más transparente y honesto que cabe esperar, porque en Estados Unidos el caos es aún mayor, en Rusia es imposible creerse nada de lo que cuentan las fuentes oficiales y se da por hecho que China ha manipulado la información de principio a fin. Todo es buscar coartadas. Trump culpa a la OMS… y a China, por supuesto. Nadie sabe qué está pasando en África o en buena parte de América Latina. Alemania acaba de dar por controlada la situación y anuncia que, ahora sí, compartirá sus recursos (los más abundantes de toda la UE, porque allí hay fábricas capaces de producirlos con rapidez y garantías) con vecinos y socios, levantando un embargo de facto.

Cunde la desconfianza. No solo entre las diferentes naciones sino dentro de ellas. Nueva York actúa al margen de la Casa Blanca. En Brasil se ha producido una crisis de Gobierno. En España, los nacionalistas periféricos miran con aprensión cualquier amago recentralizador, y no son pocas las voces que se alzan para advertir que Madrid y solo Madrid ha desequilibrado un balance de víctimas que sin la capital y su área metropolitana sería mucho menos catastrófico.

Filósofos, analistas, científicos independientes, académicos y periodistas debaten estos días, en un intenso vendaval de entrevistas, mesas redondas y seminarios virtuales (las pantallas echan humo), la actualidad y su posible futuro. Describen salidas positivas a la crisis, una humanidad reinventada, más unida, más justa, más igualitaria, más ecológista. Sin embargo, sus aportaciones y discusiones utilizan (me temo) el lenguaje de la academía y el pensamiento elevado, muy distinto del que corre por las redes y los medios, por los mercados y los grupos de WhatsApp. Hay dos lecturas del desastre, una diáfana y proactiva, otra oscura y terrorífica.

Seguro que ocurrirá lo mejor, me digo a mí mismo cada día. Y luego, tras leer u oír las noticias, vuelvo llenarme de aprensiones. Veo que en El Salvador las maras participan, como una especie de Estado paralelo, en la labor de vigilar el confinamiento. No sé como calificar semejante situación. Quizás sea una buena señal. Pero me cuesta creerlo.

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