Gastar en “paguitas”, o en cárceles


Una de las cosas más impresionantes que se han descubierto en la Sima de los Huesos de Atapuerca o en otros grandes yacimientos prehistóricos es la existencia muy precoz de la solidaridad entre los homínidos que nos precedieron hace cientos de miles de años. La arqueología forense ha detectado cráneos de personas (homo antecessor y luego neanderthalensis) que nacieron con serias discapacidades y sobrevivieron durante años gracias al cuidado de su clan; o tibias, peronés y fémures donde la marca de una soldadura indica que se produjo una grave fractura incapacitante, pero el individuo salió adelante porque tuvo acceso a lo que otros cazaban o recolectaban. El sapiens ha llegado hasta aquí (a lo largo de un camino sinuoso repleto de éxitos y fracasos) gracias sobre todo a una vocación social anclada en el apoyo mutuo. Sí, ha habido guerra, matanzas y contradicciones terribles; pero incluso en las peores condiciones no han dejado de producirse actos de compañerismo, momentos para compartir y consolar. Y siempre flotó sobre nuestras conciencias el sueño de una utopía igualitaria, pacífica, armoniosa y capaz de ofrecer una total seguridad.

Tampoco ha faltado, sin embargo, la visión hobbesiana y terrible del ser humano como enemigo de su vecino, del sálvese quien pueda, del egoísmo absoluto. Por lo cual no parece extraño que ese impulso haya llegado hasta nuestros días, cuando la propuesta de crear en España una renta básica, renta mínima o ingreso mínimo vital (ver las diferencias entre unos y otros conceptos en el artículo de Cristina Monge cuyo enlace se puede conseguir en la sección de recomendaciones) choca con la oposición de las derechas, o cuando los territorios más ricos pretenden desembarazarse de otros que lo son menos (sea por la vía de la secesión o por la adopción de medidas específicas para convertirse en un paraíso fiscal), o cuando, asumiendo idéntica actitud, los países del norte de Europa se niegan a hacer causa común con los del sur (¿hormigas y cigarras?). Desde luego, en el subconsciente de los reaccionarios hispanos está marcada a fuego la voluntad de las viejas clases dominantes de oponerse a cualquier medida redistributiva. Las actuaciones sindicales de finales del XIX o los intentos de llevar a cabo una verdadera reforma agraria en los años Treinta del siglo pasado fueron rechazados con argumentos que se repetían una y otra vez: los que exigían derechos laborales o el usufructo de la tierra que trabajaban eran vagos, ladrones, gentuza que aspiraba a vivir del esfuerzo ajeno, clientela de los demagogos, comunistas (o socialistas o anarquistas) enemigos de la propiedad, inútiles, aspirantes a paniaguados… Así hasta hoy mismo, cuando vemos el rechazo frontal a lo que llaman con obvio desprecio “paguita”.

Con una u otra fórmula, la garantía de un ingreso elemental que permita subsistir a quienes están en riesgo de caer en la pobreza extrema ya existe en diversos países desarrollados. Ese mecanismo propio del Estado del Bienestar avanzado ha sido incluso avalado por teóricos y políticos conservadores (en España, gente como de Guindos o Montoro). A nadie se le oculta que cuando vienen mal dadas (y estamos entrando en un periodo donde van a venir no mal sino peor) hay que disponer de una red protectora que fije algún límite a la desigualdad. Porque, si no se hace así, todo cambiará. Una sociedad descompuesta será mucho menos estable, más desequilibrada, más pobre en su conjunto y más insegura. La extensión de la pobreza es el perfecto caldo de cultivo para el crimen organizado. Ello no deja de tener una maligna coherencia, porque las distintas mafias y cárteles delictivos han iniciado el siglo XXI más poderosos que nunca y se han infiltrado en los más exclusivos circuitos financieros. Moviéndose en el capitalismo de casino como pez en el agua, esas temibles entidades generan un nuevo ecosistema político y militar (no solo desafían al Estado, también aspiran a sustituirlo) y constituyen para los más pobres el único medio de movilidad social que puede permitirles salir de la miseria a través de la violencia extrema y la amoralidad total. Esto ya ocurre en muchos lugares de América Latina y África, aunque también, y cada vez más, en el propio Occidente.

Si no hay “paguita” ni enseñanza y sanidad universales y gratuitas ni viviendas sociales ni otros mecanismos de protección, será preciso pensar, entre otras contramedidas, en multiplicar las cárceles y los recursos represivos, públicos o privados. Repasen los datos al respecto de Estados Unidos y verán de qué hablo. En tiempo de pandemia y catástrofe la reflexión sobre este asunto viene como anillo al dedo.

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