El coronavirus parte a España por el eje
Justo
antes de que el Covid 19 fuese una amenaza global, cualquiera que
analizase la realidad española en sus aspectos políticos,
económicos o socioculturales podía detectar la inmensa fragilidad
de este atolondrado país. Fragilidad no ya ante una pandemia como la
que ha llegado con el 2020, sino ante la normal evolución de los
acontecimientos. España era (es) un Estado sometido a fuertes
tensiones internas determinadas por la polarización ideológica, por
unos políticos acostumbrados a disimular su mediocridad recurriendo
al oportunismo, y por la ruptura de los consensos previos como
consecuencia de la crisis del 2008 y la emergencia de las tensiones
territoriales (en Cataluña, pero realmente en casi todas las demás
comunidades). Unamos a ello una deuda pública y privada descomunal,
un aparato financiero aterrado ante los mínimos riesgos, una
población poco ducha en la creatividad y el emprendimiento, un
sector público no demasiado eficiente y en algunos casos muy
ineficiente, una enorme nebulosa estratégica, una sociedad civil
abonada al victimismo, un sistema educativo entregado a la
provisionalidad y las reformas de las reformas… Todo ello
sobrevolado por un PIB (o como quieran medir la producción de
riqueza) condicionado por las actividades presenciales. Si el
coronavirus jamás hubiese existido, nuestra debilidad estructural
habría provocado cualquier otro terrible tropiezo.
La
hostelería (hiperdimensionada para atender cada año a más de
ochenta millones de turistas) es un sector vaporoso, sujeto a
múltiples contingencias, que utiliza mucho personal (en general mal
pagado), ocupa enormes infraestructuras y no puede funcionar sin una
gran movilidad de personas y recursos. No está en línea con las
tendencias de la revolución tecnológica que van en sentido
contrario: teleactividad, instalaciones mínimas, personal muy
cualificado y una movilidad reducida a las cadenas de distribución
de mercancías. El turismo en un país puede sufrir las consecuencias
de la mala imagen, la conmoción causada por uno o sucesivos ataques
terroristas o una oferta de baja calidad. Pero ahora el golpe es
definitivo: bares, restaurantes y hoteles se han quedado de la noche
a la mañana sin clientela. Nadie sabe cuándo y cómo volverá la
normalidad. Todo el sector servicios está en similares condiciones.
Mientras Jeff Bezos, el dueño de Amazon (y del Washington Post, por
cierto) acaba de ver incrementada su fortuna en 30.000 millones de
dólares en el último mes, miles de comerciantes españoles
permanecen cerrados sin demasiada esperanza de poder abrir y hacer
caja.
Se
cuenta que Aznar, preguntado por Bush Junior sobre la economía
española, le contestó: “Fabricamos coches”. Era una media
verdad o una media mentira. Salvo quizás en el caso de Seat, aquí
la industria automovilística se limita a montar vehículos
desarrollados en otros países. Gran parte de la producción
industrial hispana no solo depende de multinacionales extranjeras
sino que pertenece al tipo de la que ya es llevada a cabo por robots.
Que no hayamos sido capaces de autoabastecernos de los equipos
básicos para preservarnos de la pandemia y curar a los infectados
(EPIs, tests, respiradores, etcétera) muestra a las claras las
tremendas limitaciones de un tejido productivo de nivel medio-bajo.
España
en su conjunto no ha podido estar a la altura de este tremendo
desafío. Desde luego, no un Gobierno dividido, desbordado y con
evidentes dificultades para organizar una respuesta contundente.
Mucho menos la oposición de derechas y las fuerzas nacionalistas de
la periferia, obcecadas por sus míseros objetivos tácticos. En
paralelo, las administraciones están dejando mucho que desear y a
menudo, se diga lo que se diga, no han sido capaces de respaldar a
los ejecutivos. La sanidad ha recurrido al heroísmo personal, la
educación aún no sabe cómo responder a la crisis, los servicios
sociales han naufragado (sobre todo en las residencias de ancianos y
otros dependientes). Asfixiados por la pandemia, todos aspiran a
recuperarse mediante un retorno imposible a la situación previa.
Hasta que aparezcan vacunas y fármacos definitivos, olvidémonos.
No
les quiero agobiar más. Pero ya es hora de que nos enteremos de la
envergadura de este desastre. Algo a lo que se niegan muchas personas
del común y muchos pretendidos líderes políticos y sociales.
España tendrá que reinventarse (como se dice ahora) y dirigirse
hacia un cambio de modelo, pero esta vez de verdad. No habrá durante
mucho tiempo estadios llenos, metros y autobuses abarrotados, bares
repletos, restaurantes y hoteles completos en fin de semana o
temporada alta. Ni centros comerciales ni aulas ni playas ni
estaciones de esquí. Hay que entenderlo, no para deprimirnos sino
para sacar fuerzas de flaqueza y asumir que se precisa una
transformación radical.
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