Desescalada en el país de los bares y las playas


Desde que la pandemia llegó y se desbordó en España (pero de manera asimétrica, pues el impacto ha sido muy distinto en unos lugares que en otros), todos hemos ido dando tumbos, enredados en dos principios contradictorios: acudir al confinamiento para reducir la mortandad y evitar que el sistema sanitario colapsara, o mantener a cualquier precio la actividad para eludir un desplome económico que nos dejase en la ruina. El Gobierno, la oposición, los medios, los sindicatos, las patronales y la ciudadanía en general ha ido de una cosa a la otra sumergida en la contradicción. Desde el doctor Simón hasta cualquiera de los bocazas que utilizan las redes para agitar la bronca, nadie se ha librado de decir una cosa hoy y mañana su contraria. Los que saben, porque su conocimiento no incluía las características de un virus tan imprevisible como el Covid 19; los ignorantes, porque no han captado en ningún momento la terrorífica dimensión de esta catástrofe. Lo cual, por cierto, ha pasado en todo el planeta. De ahí los bandazos, el barullo, el pánico y la recesión que se ciernen, en mayor o menor medida, de norte a sur y de este a oeste. Y si la cosa tiene tan feo cariz en el orbe globalizado, en España, el país de los bares y el roce, de las aglomeraciones y los abrazos, ni les cuento.

Es evidente que Sánchez, aleccionado sin duda por sus asesores más técnicos, contempla la desescalada con cierta aprensión. Marzo le pilló con la guardia baja, haciendo cálculos sobre el coste de la pandemia a corto plazo y condicionado no solo por el trauma social que iba a suponer el cierre de los estadios de fútbol, la prohibición de toda concentración humana o la paralización de los transportes públicos (que era por donde el “bicho” iba y venía), sino sobre todo por lo que podía suponer el confinamiento para la economía en su conjunto y para el sector servicios en particular. Ahora, con la amarga lección aprendida, tiembla al pensar en una involución y un retorno al desastre si la gente entra de nuevo en movimiento y los contagios se disparan otra vez. Pero debe estar soportando fortísimas presiones para abrir la mano, porque el personal le está cogiendo más miedo a la pobreza que a la enfermedad.

Los futboleros quieren fútbol, los comerciantes abrir sus establecimientos, los hoteleros poder captar huéspedes. Los bares, qué lugares, son la medida de la vitalidad española. Sin barras repletas, terrazas abarrotadas y el ir y venir de vinos y cañas, pinchos y raciones, no hace falta que la EPA ponga cifras a la ruina: estamos muy jodidos. Bares... y playas. Sin hileras de sombrillas, toallas, guiris, autóctonos, castillos de arena y mojitos a la orilla del mar el país no funciona y el PIB se hunde.

Los alemanes, ¡ay!, son unos suertudos. Tienen tecnología e industria avanzada por un tubo (y saben fabricar respiradores de verdad, no remedos improvisados). Cuentan con un Estado Federal que ha funcionado muy bien y sin fracturas en esta crisis. Su Merkel ha resultado ser una magnífica líder, y la oposición la ha respetado y secundado en la tarea común de afrontar la pandemia. Encima disponen de recursos financieros que han permitido a su erario compensar con largueza y a fondo perdido a los trabajadores y empresas afectados por la cuarentena. Este verano no vendrán al Mediterráneo de vacaciones, pero el calentamiento global ha puesto en valor sus playas del Báltico, inmensas y preciosas. España, por contra, intentará (infructuosamente) reanimar su industria turística. Viviremos obsesionados con bares y playas, cuya “prudente” utilización ya está dando lugar a las más descabelladas sugerencias: separaciones de plexiglás, distancias entre los usuarios, aforos limitados, contactos mínimos… y mascarillas, muchas mascarillas y guantes y geles antisépticos. Ya me dirán ustedes que clase de vermús y gintonics se pueden tomar en semejante plan.

Sánchez no se atreve a prometer nada concreto e intenta desescalar poco a poco, que es lo lógico. Pero le van a ir achuchando para que acelere. Porque esto no es Alemania, nuestra industria es débil, estamos entrampados hasta el cogote, el Estado de las autonomías tiende a descoordinarse, la oposición tiene una mala leche suicida, la gente se pone nerviosa con facilidad… Y necesitamos bares y playas como el comer.

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